16 de November de 2024
Brasil, máquina inhumana de hacer futbolistas
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Brasil, máquina inhumana de hacer futbolistas

Abr 8, 2019

+Villanía del balón, muerte de diez jugadores del Flamengo

+Industria que engulle miles de chicos en brutal línea de producción más grande del balompié internacional.

+”Piedras preciosas” del balompié

 

Ciudad de México, 07 abril (BALÓN CUADRADO).- En Brasil, incluso, en la muerte continuaba el regateo. Fue despiadada con un puñado de adolescentes. Christian Esmério era el elegido. Su familia estaba segura de ello. Tenía 15 años. Y destacaba. Era un futbolista de sonrisa fácil que ocultaba su habilidad debajo de los tres palos. Ya había pláticas sobre contratos, y sobre la compra de una casa para sus padres, que habían depositado sus ahorros.

Quimera: su hijo podría ser la siguiente gran exportación brasileña del futbol: el próximo Ronaldo, Romario o Neymar –vendido del Barcelona español al PSG francés en 222 millones de euros—más de cuatro mil 700 millones de pesos–. El salario mínimo en la nación sudamericana es de 257.5 dólares –unos 4 mil 877 pesos–.

Pero se hizo pesadilla. Infierno.

Ahora, su padre esperaba aturdido afuera de un edificio de oficinas en Río, rodeado de abogados. Apenas unos días antes, Christian había muerto por quemaduras en un incendio ocurrido en la academia juvenil de uno de los clubes de futbol más famosos de Sudamérica, el Flamengo. Fue uno de los diez jugadores que perdieron la vida.

Las muertes dejaron a la vista la línea de producción más grande del futbol internacional y generaron cuestionamientos sobre un aparato brutal que engulle a miles de jóvenes brasileños por cada estrella que acuña.  Ilusiona, además, llegar a la selección pentacampeona del mundo

Era hora de descubrir la respuesta para una pregunta: ¿cuánto valía Christian?

Juego detrás del juego

“Sueños”.

La palabra flotó en el aire mientras Rafael Stival suspiraba.

La empresa de cazatalentos que encabeza Stival había publicado una nota en Facebook. Lamentaba la muerte de tres de sus graduados en el incendio de las instalaciones del Flamengo. A partir de entonces, los mensajes llegaron a raudales.

Impensable: no fueron condolencias.

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(Sepelio de uno de los adolescentes fallecidos en el incendio de las instalaciones del club Flamengo)

Sin querer, la publicación de Facebook actuó como un anuncio —una señal para padres ambiciosos que buscaban que la organización de Stival pudiera hacer que sus hijos no solo entraran a cualquier club, sino al gran Flamengo—. Querían que Stival les diera una oportunidad a sus hijos.

Es un mundo poblado por una variedad de actores, algunos con hambre de gloria, pero a casi todos les atrae la oportunidad de escapar de la pobreza.

Incluso la idea, consciente o inconsciente, de hacerse ricos.

Están los chicos, por supuesto, y sus familias. También están los inversionistas y los intermediarios como Stival, quien rastrea un país del tamaño de un continente –como león tras su presa– en busca de prospectos que pueden tener desde 9 años. Además, están los equipos, muchos en un estado de tal caos financiero que solo la venta de su última estrella los mantiene a flote.

Las ganancias generadas por invertir de manera inteligente, y a una edad temprana, en incluso solo un jugador, pueden alcanzar las decenas de millones de dólares.

Para muchos en el deporte, la industria ha crecido fuera de control y ha dado paso a un sistema que tiene como objetivo desarrollar futbolistas prometedores en un mercado internacional que ahora vale 7000 millones de dólares al año –unos 130 mil millones de pesos–, de acuerdo con la FIFA.

En este entorno especulativo, se compran y venden jóvenes atletas con talento —algunos de ellos niños— como si fueran cualquier otra materia prima. En Brasil, para hacer referencia a los mejores incluso se les nombra así: “piedras preciosas”.

Una noche en llamas

Nadie sabe con certeza cuántos niños hay en el sistema de futbol juvenil de Brasil.

No hay cifras oficiales. Los estimados oscilan entre doce mil y quince mil, pero es una cantidad difícil de corroborar. La federación brasileña de futbol no hace ningún esfuerzo por rastrear jugadores sino hasta que cumplen 16 años y se vuelven profesionales.

Sin embargo, sí se sabe una cosa: la noche del incendio ocurrido el 8 de febrero en las instalaciones del Flamengo, más de dos decenas de niños —la mayoría de familias pobres y todos con la esperanza de cumplir un sueño— descansaban en un dormitorio del club.

En un país obsesionado con el futbol, el Flamengo se enorgullece de ser uno de los equipos más populares, con una fortuna envidiada por sus rivales en toda Sudamérica. No obstante, pareciera que esa adoración y ese poder hubieran sido los responsables de que durante años el Flamengo escapara de cualquier tipo de control relacionado con el trato a los niños bajo su cuidado.

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( La ley en Brasil prohíbe a los clubes albergar a menores de 14 años)

En 2015, procuradores estatales de Río de Janeiro demandaron al Flamengo por las condiciones de su centro de entrenamiento. Los procuradores citaron fallas en la protección de los menores, al declarar que las condiciones eran “incluso peores que las que se les ofrecen en la actualidad a los delincuentes juveniles”.

En 2017, los funcionarios de la ciudad emitieron una orden para cerrar las instalaciones, pero nunca la ejecutaron y limitaron sus sanciones a decenas de multas.

En años recientes, el Flamengo gastó millones de dólares para mejorar su academia de juveniles. El año pasado, representantes del club se vanagloriaron de las nuevas instalaciones al decir que serían las mejores de Brasil.

Sin embargo, durante la noche del incendio, el dormitorio con veintiséis niños dormidos era una estructura improvisada, que consistía de seis contenedores de acero fundidos juntos. Nunca había sido inspeccionado, de acuerdo con las autoridades locales.

Entrevistas con los sobrevivientes del fuego y los funcionarios que lo investigaron reveló una serie de fallas que pudieron contribuir a la muerte de los chicos:

— Las regulaciones federales exigen al menos un cuidador por cada diez niños, pero no había ningún adulto presente al momento del incendio.

— Los sobrevivientes dijeron que la única salida del dormitorio estaba en el extremo más lejano. Algunos de los jóvenes posiblemente estaban en camas a una distancia superior al límite de 10 metros que exigen las regulaciones.

— Las habitaciones tenían puertas corredizas, otra violación porque se pueden atorar.

— Además, aunque cada habitación tenía una ventana, las salidas estaban cubiertas con rejillas.

Un chico que estaba en la habitación de Christian les comentó a los investigadores que la puerta se había atorado cuando intentaron escapar. El niño logró deslizarse a través de las rejillas de la ventana. No obstante, Christian, un corpulento arquero de 1,90 metros, no lo logró. Cuando los rescatistas llegaron a él, su cuerpo estaba tan quemado que solo lo pudieron identificar por medio de su registro dental.

Los representantes del Flamengo no respondieron a solicitudes de entrevistas. Sin embargo, en febrero, su presidente Rodolfo Landim, negó tener conocimiento de cualquier tipo de irregularidad cuando habló en una conferencia de prensa después del incendio.

“Nuestro objetivo es resolver este problema lo más rápido posible”, señaló.

En busca del tesoro

El futbol está lejos de ser la única industria que atrae a los necesitados de Brasil.

Sergio Rangel, un periodista que ha cubierto el deporte durante tres décadas, asegura que el sistema de entrenamiento de juveniles le recuerda a la gigantesca mina de oro de Serra Pelada. En la década de los ochenta, el fotógrafo Sebastião Salgado inmortalizó las terribles condiciones del sitio.

Hombres pobres y desesperados de todo el país atiborraron la mina a cielo abierto, para volcarse sobre las rocas con la esperanza de encontrar la pepita que pudiera cambiar sus vidas.

El futbol también ha sido una especie de pirita para muchas familias. Algunas se desplazan cientos, incluso miles de kilómetros para inscribir a sus hijos en programas de entrenamiento que clasificarán, escudriñarán y, la mayoría de las veces, rechazarán a sus hijos por considerarlos inservibles.

“Eligen uno, le dan la vuelta y lo desechan si no sirve”, comentó Rangel.

Los jóvenes no solo son desechables. Para los que dirigen la industria, a menudo son indistinguibles.

Eso quedó bastante claro en un homenaje dedicado a los diez jugadores que murieron en las instalaciones del Flamengo. A la mitad del servicio, un representante del equipo se apresuró para cubrir un gran montaje de fotos de los chicos: alguien se percató de que habían incluido a un sobreviviente por error.

El centro de entrenamiento

Las calles de Xerém, un barrio ubicado a unos 50 kilómetros a las afueras de Río de Janeiro, rebosan de chicos de varias edades vestidos con uniformes rojos, verdes y blancos —colores del club de futbol Fluminense—.

Antes de que el equipo construyera su centro de entrenamiento ahí, Xerém era poco más que un pantano, según la gente local. Sin embargo, ahora, a pesar del calor húmedo que supera los 37 grados Centígrados, es el hogar de jugadores y familias cuyas vidas giran en torno al club.

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(En memoria de los diez jóvenes fallecidos)

Uno de ellos es un chico de 11 años apodado Maradoninha, por su parecido con el exastro argentino Diego Armando Maradona. Incluso en este acalorado pueblo competitivo, Maradoninha atrajo una atención particular.

Hace dos años, un cazatalentos del Fluminense vio al niño, cuyo nombre verdadero es Leandro Gomes Feitosa, mientras jugaba un torneo local y se acercó a su familia. Solo tenía 9 años. La ley brasileña no permite que los clubes de futbol alberguen niños menores de 14 años pero, si la familia podía ir a Río, mencionó el visor, el Fluminense entrenaría al chico.

Un grupo de empresarios locales puso el dinero —por una tajada de las ganancias futuras— y la familia se mudó más de 1900 kilómetros, desde el pueblo de Palmas a Xerém, para perseguir el sueño.

Casi todas las familias que viven en su comunidad de veintiséis casas pegadas unas a las otras tienen una historia similar, comentó Evandro Feitosa, el padre de Maradoninha.

Maradoninha tal vez no tenga la edad necesaria para asistir al bachillerato, pero sabe que el futuro de su familia está ligado a sus habilidades con un balón de futbol. “Dios mediante, seré un gran jugador y ayudaré a mi familia en Palmas, mi familia aquí y a los necesitados” dijo.

Las probabilidades de lograrlo son pocas. En Brasil, menos del cinco por ciento de los prospectos del futbol llegarán a ser profesionales, de acuerdo con la mayoría de los estimados. Aún menos lograrán un sueldo decente en el juego. Un estudio que publicó la federación brasileña de futbol en 2016 encontró que el 82 por ciento de los futbolistas en el país ganaba menos de 1000 reales (265 dólares) al mes.

Y para Maradoninha y su familia, las probabilidades acaban de reducirse aún más: el Fluminense lo dejó ir recientemente.

Alcanzar el sueño

Sin importar las probabilidades, sin importar las dificultades, hay suficientes historias de éxito en el futbol como para alimentar las esperanzas de jovencitos y familias que casi no tienen a qué aspirar.

Está Neymar, tan exitoso que es más una marca internacional que un futbolista. Es el producto de un vecindario humilde ubicado a las afueras de São Paulo. Están Rivaldo, Ronaldo y Romario, tres exfutbolistas brasileños que levantaron la Copa del Mundo, a cada uno de los cuales la FIFA le otorgó el título del mejor jugador del planeta en su momento.

Y hace menos tiempo, Vinicius Junior, un delantero llamativo que surgió de las filas juveniles del Flamengo, entrenó en los mismos campos que los diez chicos que murieron. Había alcanzado el sueño: en 2017, cuando tenía 16 años, el Real Madrid accedió a pagar 45 millones de euros (poco más de 50 millones de dólares) por sus derechos después de haber jugado apenas once minutos en su debut.

Todos esos jugadores, y cientos más, han surgido de la fábrica brasileña de futbol y ahora ejercen su oficio en los escenarios más importantes del mundo.

En sus primeros días en el deporte, los padres de Christian usaron todo lo que tenían —y pidieron prestado a amigos y vecinos— para financiar el sueño de su hijo de convertirse en futbolista.

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(Cristiano Esmério (centro), padre de Christian, en la reunión donde se negociaban las reparaciones financieras para los familiares de los jugadores fallecido)

Parecía que Christian estaba a punto de crear su propia versión de una historia de éxito dentro del futbol. El 5 de marzo, el día de su cumpleaños número 16, esperaba firmar su primer contrato profesional con el Flamengo. Su sueño, un proceso de años, estaba al alcance de la mano.

Murió cuatro semanas antes de ese cumpleaños.

Días después de su muerte, su padre, Cristiano Esmério, esperaba de pie afuera de una torre de oficinas en el centro de Río, donde los defensores públicos estaban reunidos con representantes del Flamengo. Esmério estaba con un grupo de abogados. Uno le comentó algo.

El abogado dijo que, en términos de la indemnización, sería injusto que Christian fuera tratado como los otros jugadores. Después de todo, aseguró, algunos de los chicos que murieron acababan de llegar. No obstante, Christian había recibido el llamado de una de las selecciones juveniles de Brasil. Valía más que el resto.

Esmério asintió con la cabeza en silencio. Él y su hijo también habían hablado de dinero.

“Papá, busquemos una casa”, le había sugerido Christian cuando se enteró de que estaba a punto de firmar un contrato profesional.

“Con mi primer cheque, quiero comprarle una casa a mi mamá, para que ya no tenga que sufrir porque no tiene agua ni electricidad”.

Una semana antes de morir, el chico publicó un tributo a su familia en Facebook.

Arriba de dos fotos del padre y el hijo que habían sido tomadas hacía una década, escribió:

“Todo el sacrificio será recompensado, mi viejo”.

(Con información del diario The New York Times)