23 de December de 2024
Discurso pronunciado por el senador Roberto Gil Zuarth, presidente del Senado, en la ceremonia de promulgación de las Leyes del Sistema Nacional Anticorrupción, llevada a cabo en Palacio Naconal
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Discurso pronunciado por el senador Roberto Gil Zuarth, presidente del Senado, en la ceremonia de promulgación de las Leyes del Sistema Nacional Anticorrupción, llevada a cabo en Palacio Naconal

Jul 18, 2016

«Advertimos que de alguna manera nos estábamos acostumbrando a vivir con la corrupción, que estábamos incluso dispuestos a tolerarla».

 

La transición a la democracia prometió la regeneración de nuestro sistema político. En la expectativa de esa evolución, la competencia democrática transformaría los incentivos de todos. El riesgo de la alternancia, del castigo electoral, alentaría mejores gobiernos y haría más auténtica la representación popular. La pluralidad activaría de forma natural, casi automática, las distintas formas de la rendición de cuentas.

 

Ciertamente, la transición se ocupó de crear y ajustar instituciones para vigilar el uso de los recursos públicos, para mejorar la gestión de los programas, para hacer más transparente la tarea de gobernar.

 

Gradualmente, se fueron incorporando a la gramática de las instituciones mexicanas, las contralorías internas, la fiscalización superior y del dinero de las campañas, las auditorías y la evaluación de los programas públicos, las distintas etapas de la transparencia.

 

Pero la legitimidad de nuestro avance democrático se puso a prueba en el momento mismo en que la corrupción se evidenció como el mayor de los problemas de México y como la principal preocupación de los ciudadanos; cuando en algunos lugares y zonas de gobierno, la corrupción se convirtió en política pública; cuando la impunidad reveló que nuestras instituciones eran ineficaces por diseño o por ausencia de voluntad política para inhibir la transacción ilegal que mercantiliza los bienes de todos en beneficio de unos cuantos.

 

Como suele suceder en circunstancias límite, la sociedad tomó conciencia a golpe de experiencias, de la condición estructural de la corrupción y su extendida presencia en nuestra vida pública. Empezamos a asimilar los enormes costos económicos y hasta en vidas humanas que provoca; los múltiples factores que inciden en ella; la complejidad de capturar en términos regulatorios todas sus posibles manifestaciones; las zonas grises que no tienen sanción y los círculos viciosos en los que la corrupción gravita; la bajísima capacidad de respuesta del Estado frente al acto corruptor y frente a la subordinación corrupta.

 

Advertimos que de alguna manera nos estábamos acostumbrando a vivir con la corrupción, que estábamos incluso dispuestos a tolerarla a cambio de eficacia, que la empezamos a convertir en el lubricante de nuestra gobernabilidad.

 

Se hizo evidente que la corrupción hace más profunda y lastimosa la desigualdad, porque reproduce privilegios y por tanto, condena definitivamente a los que menos tienen.

 

Amanecimos, en efecto, una mañana en la ensoñación del cambio democrático y de dos alternancias, con la corrupción instalada en la sala, amenazando nuestra forma de convivencia, al acecho de la legitimidad del sistema político en su conjunto.

 

Pero entonces, la democracia mexicana dio signos de vitalidad. El impulso por reformar cobró forma y ritmo de manera ejemplar e inédita, con la participación de la sociedad civil. La indignación se convirtió en agenda; el enojo se activó en movimiento cívico; la exigencia social encontró cauce y salida en nuestras instituciones representativas.

 

Redactamos juntos la reforma constitucional que creó el Sistema Nacional Anticorrupción. Se organizó un esfuerzo en torno a una iniciativa ciudadana sobre las responsabilidades de los servidores públicos, que encontró eco en el Poder Legislativo. Nos hicimos cargo de los detalles, para asegurarnos de que no habría ningún retroceso en la decisión de combatir a la corrupción.

 

Me consta personalmente la dedicación de muchos ciudadanos, activistas y académicos que abrazaron esa causa, como también el compromiso plural y responsable de los actores políticos.

 

Soy testigo directo de la disposición y apertura de legisladores y grupos parlamentarios, empezando por los presidentes de las comisiones dictaminadoras en la cámara de origen, los senadores Pablo Escudero, Fernando Yunes y Alejandro Encinas.

 

Y también, hay que decirlo, estamos aquí, este día, porque también el Presidente de la República hizo la parte que el sentido del deber le exigía.

 

Gracias, gracias a la tenacidad de la sociedad civil se lograron contenidos que de otra manera hubieran sido sencillamente impensables.

 

La Federación nunca perderá jurisdicción sobre los recursos transferidos a estados y municipios.

 

Se separan y especializan los órganos de auditoría, investigación y sanción.

 

Se perfecciona la descripción de las conductas que dan lugar a responsabilidad administrativa o penal.

 

Se garantizan procesos ágiles y un fiscal con dientes; sí, con dientes, porque no comparte con nadie el colmillo del ejercicio de la acción penal.

 

La prueba del éxito del esfuerzo de la sociedad civil que puso esta agenda como prioridad nacional y de la política que la logró materializar, radica precisamente en el conjunto de las definiciones constitucionales y de las leyes que conforman el nuevo sistema anticorrupción.

 

La prueba de éxito, es la construcción de un piso común para todos los ámbitos y niveles de gobierno del cual nadie puede evadirse.

 

El éxito radica en la perspectiva integral de instituciones de prevención, de participación ciudadana, de control y mejora de la gestión, de sanción a los servidores públicos que abusan del Poder, pero también de aquellos particulares que obtienen un beneficio indebido a través de una tentación corruptora.

 

La victoria de todos es un sistema potente y robusto, de incentivos y disuasivos; de controles y consecuencias.

 

Y si me permiten la licencia: la victoria de todos es un sistema que éste sí, como dicen por ahí, probablemente no lo tiene ni Obama.

 

Tenemos, amigas y amigos, que reivindicar lo que se ha alcanzado.

 

Debemos, todos, legitimar con nuestro testimonio no sólo el precedente de participación ciudadana constructiva, sino también el resultado de la voluntad concertada de la política, de la pluralidad.

 

Debemos, unos y otros, evitar ser víctimas de nuestro propio éxito.

 

No tenemos derecho a decir a la gente que el sistema está cojo, que es insuficiente o que de poco o nada va a servir.

 

No tenemos derecho a hacer creer a los ciudadanos que no estamos haciendo nada para abatir la corrupción.

 

Y es que en los grados de publicidad de las declaraciones patrimonial, de intereses y fiscal, no está la conquista del territorio enemigo, el Desembarco de Normandía, o la bandera que simboliza triunfo o derrota alguna.

 

La Reforma alcanza un balance ponderado entre el principio de máxima publicidad y el derecho a la privacidad que gravita en la protección de los datos personales.

 

Un equilibrio que establece la obligación de todo servidor público de presentar sus tres declaraciones.

 

Un equilibrio que somete esas declaraciones a un sistema de seguimiento para detectar sus inconsistencias y sancionar el enriquecimiento ilícito.

 

Un equilibrio que impone el deber de hacer públicos aquellos datos que determine el Comité Coordinador, a propuesta de la instancia ciudadana.

 

Es, efectivamente, un equilibrio legal y éticamente correcto.

 

Es legal, porque debemos tener siempre presente que un servidor público no deja de ser, por ese sólo hecho, un ciudadano en pleno goce de sus derechos.

 

Y es éticamente correcto, porque debemos recordar que se debilita al Estado cuando se coartan las garantías mínimas de los servidores públicos, cuando se les hace vulnerables frente a los intereses a los que se enfrentan, cuando sienten incertidumbre al momento de actuar o de decidir.

 

Hay miles de servidores públicos honestos y leales con la República, auténticos patriotas, en todos los partidos y en todas las funciones de gobierno.

 

Millones de ciudadanos sortean todos los días las trampas burocráticas, sin prestarse a un acto de corrupción.

 

La corrupción no es un mal que sólo aqueja a unos, ni la honestidad monopolio de bien que siempre ostentan otros.

 

No está en el ADN de los mexicanos una u otra, la corrupción o la honestidad vive en las decisiones que todos los días tomamos los ciudadanos.

 

Ser servidor público no debe ser oportunidad para el saqueo, pero tampoco origen o causa de sospecha. Hicimos esta reforma para dejar atrás la perversa tesis de que todo servidor público es corrupto, hasta que demuestre lo contrario. Hicimos esta reforma para devolver dignidad, honor y confianza a la función pública; y eso sólo será posible si trascendemos a la idea de que la corrupción es un problema que sólo ha de enfrentarse desde la política criminal y nos hacemos cargo, de una vez por todas, que la lucha contra la corrupción exige la mejora integral del funcionamiento de nuestro sistema político.

 

El combatir la corrupción es en realidad una apuesta por el buen gobierno, que la agenda que tenemos por delante es mejorar la calidad de todas nuestras instituciones. Poner fin a la colonización del poder, a la patrimonialización de lo público, a la parcelación de lo común en beneficio propio.

 

Reformar el fuero para que no sea pretexto de impunidad; mérito y capacidad antes que lealtad de partido; profesionalización en lugar de cuotas; imparcialidad como obligación exigible en toda la gestión pública; estabilidad y digna retribución a los servidores públicos para cerrar los márgenes del subsidio corruptor, porque en la incertidumbre, en la precariedad salarial de soldados y marinos, de policías, de ministerios públicos, de maestros, doctores y enfermeras, y en general de los servidores públicos que hacen que el Estado funcione todos los días, se gesta también el destructivo impulso a la corrupción.

 

Y por supuesto, reducir el mercado negro de favores recíprocos y los medios por los que se canalizan, ésta legalmente recursos públicos y privados, a la competencia política y electoral.

 

Señor Presidente. Señoras y señores:

 

El Sistema Nacional Anticorrupción responde al objetivo de fortalecer la efectiva rendición de cuentas. Pero también tiene un propósito todavía más alto: regenerar la legitimidad del sistema democrático, renovar nuestro pacto de confianza con los ciudadanos, reanimar la credibilidad de los que servimos al Estado.

 

México puede, en democracia y en su pluralidad, derrotar a la corrupción y reducir la impunidad. No necesitamos justicieros para consolidar un auténtico Estado de Derecho y de derechos; necesitamos incentivos correctos, procesos debidos y autoridades que funcionen bien.

 

Necesitamos poner en orden, con la razón de la ley y de las instituciones, desde nuestros partidos y hasta los Tribunales, a quienes piensan que el poder les pertenece y lo usan para provecho propio.

 

Comprometernos todos con la plena eficacia de las nuevas instituciones y sobre todo con la integridad y la decencia públicas. Hacer y exigir buenos gobiernos, reconciliar a la sociedad con la política y con los políticos; darnos la mano sociedad y gobierno, porque en democracia, sociedad y gobierno significan una y la misma cosa.

 

Por su atención, muchas gracias.