El Salto del Chapulín
Sergio Ricardo Hernández Mancilla*
Twitter: @SergioRicardoHM
Una duda que he tenido en los últimos días, ante el desalentador panorama por el COVID-19, es qué va a pasar con la movilización masiva y cómo va a afectar el virus y la “nueva normalidad” a la participación ciudadana en las elecciones del 2021.
En México, un alto porcentaje del tiempo y de los recursos humanos y financieros de los partidos y candidatos se destina a la movilización, es decir, en sacar a la gente a votar.
Y es que en nuestro sistema político una buena candidatura con una buena campaña no asegura el triunfo. Son muchos los casos de candidatos que lideran la intención de voto en las encuestas, pero el día de la elección terminan perdiendo.
¿Por qué?
Por la maldita o bendita movilización, dependiendo de qué lado estés.
Entre decir que vas a votar por alguien y salir a hacerlo hay una brecha muy grande.
La movilización se ha vuelto un parte fundamental de las campañas, se ha convertido en un trabajo, un negocio, en un modo de vida, un sistema de condicionamiento, de chantaje, de coacción y extorsión.
Ojo: no es lo mismo movilizar que comprar votos. La movilización implica llevar a la casilla un voto que ya es tuyo. La compra de voto no requiere mucha explicación.
Si los recursos van a ser más limitados, si el virus y el miedo siguen presentes, si los candidatos y candidatas no van a poder hacer campaña de tierra y los incentivos para salir a votar siguen siendo mínimos, ¿cuánta gente esperamos que participe? ¿van a ganar quienes más puedan movilizar el día de la elección? ¿qué podemos hacer para incrementar la participación ciudadana? ¿qué pasaría si para este proceso electoral probáramos el voto obligatorio?
Quienes se oponen al voto obligatorio normalmente argumentan que sancionar a un ciudadano por no ir a votar sería una violación a su libertad democrática y que los candidatos deberían hacer más esfuerzos por generar interés en los ciudadanos.
Hay también argumentos que señalan que cuando se imponen sanciones administrativas se impone una norma elitista, pues sólo quien tenga capacidad de solventar o resolver la sanción podría darse el lujo de no emitir su voto sin previo aviso o justificación, ya sea por decisión política o por desidia.
Tiene sentido.
En Latinoamérica hemos visto de todo: hay países como Ecuador, que tiene vigentes leyes de voto obligatorio con sanciones administrativas que hacen que su participación promedie el 84%. Pero hay también casos como el de Chile, que tenía leyes de voto obligatorio con las que era común ver participaciones superiores al 80% y que, al eliminar esa ley en 2012, tuvo una caída en la participación de hasta el 35%, lo que permitiría deducir que las altas votaciones eran más por un tema legal que de cultura política.
En México la participación en una campaña presidencial es apenas mayor al 60%.
Cuando se tratan de elecciones locales, hay lugares en los que la participación es de alrededor del 30%.
Repito entonces, ¿Qué pasaría si para este proceso electoral analizáramos la opción del voto obligatorio para incentivar el voto masivo?
Por supuesto, no se terminarían las prácticas abusivas como el uso de recursos públicos para promoción personal y para la compra de voto, pero sí atacaría un problema de fondo: el financiamiento.
Sabiendo que la gran mayoría de la población saldrá a votar, se necesita menos dinero para la movilización y por lo tanto para el proceso electoral, lo que genera menos recursos ilegítimos en las campañas, menos “patrocinadores”, menos compromisos y cuentas más claras en el ejercicio del cargo.
Por otra parte, es de suponerse que a mayor participación mayor legitimidad de la autoridad electa y, ante la obligatoriedad del voto, mayor interés de las personas por informarse sobre lo que proponen sus candidatos y viceversa; más esfuerzo de los candidatos para convencer a la ciudadanía con propuestas de verdad y menos con “apoyos” el día de la elección.
De acuerdo con el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia, menos del 13% de los países del mundo tienen leyes de voto obligatorio.
La pandemia llegó para cambiar muchos hábitos y costumbres, y las político-lectorales no son la excepción. Quizá más adelante se vuelva un temás relevante y pertinente para debatir. Son momentos de considerar otras opciones.
El paso del chapulín.
Cayeron en la trampa.
López Obrador ha sido hábil al establecer los términos del debate para las próximas elecciones: es conmigo o contra mí. Sin partidos ni personajes. Quiere que la elección se trate de él y su “transformación”. Ese es el debate que le conviene y en el que tiene mayores probabilidades de mantener su mayoría.
El desplegado que un grupo de intelectuales publicaron el miércoles llamando a formar un bloque opositor le ayuda a reafirmar el discurso: solo hay dos bandos.
Y al presidente, lejos de molestarle, le cayó como anillo al dedo.
Hoy más que nunca los tiene jugando en su cancha.
(*) Politólogo y consultor político. Socio de El Instituto, Comunicación Estratégica. Desde hace 10 años ha asesorado a gobiernos, partidos y candidatos en América Latina.