23 de December de 2024
¿Gobierno democrático, o caudillismo?
Opinión Principal

¿Gobierno democrático, o caudillismo?

Jul 6, 2018

Análisis a Fondo

Francisco Gómez Maza

 

· La democracia siempre ha sido simulada

· El objetivo: dominar y robar a los pueblos

¿Caudillo, líder, guía, cabecilla, adalid, cacique, rock star, o presidente?

Los mexicanos siempre han necesitado de caudillos. Pero los sátrapas nunca han necesitado de los mexicanos, una vez electos fraudulentamente, para lograr sus aviesos propósitos.

Los seres humanos así son. O necesitan caudillos, o necesitan siervos. Los ingleses, los holandeses, los daneses, los españoles prefieren una reina o un rey; no pueden vivir sin el ungido del señor en el palacio. Varios pueblos necesitan de reyes para sentirse realizados. Y son pueblos educados, desarrollados, de primer mundo. Se llevan con la democracia, pero no renuncian al amo. Son demócratas aunque democracia sólo sea una palabra fantasiosa, mediante la cual las clases dominantes manipulan a las sociedades y no se sigue de una elección democrática que el gobernante elegido democráticamente sea un gobierno democrático, un gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo. Generalmente es un déspota.

Lo único cierto de toda certidumbre es que la democracia les sirve a los poderosos. Jamás a los pueblos. Es mentira esa definición del gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo. Una vez electos democráticamente, los gobiernos se convierten en defensores de la oligarquía, o en caudillos, que hubo varios en la historia de México, tierra de caciques desde la elección del primer presidente Guadalupe Victoria en 1824.

Pero aquí entra en juego la palabra democracia, que no la democracia. El primer punto de referencia, para acotar lo que puede ser un concepto coherente de democracia es distinguir claramente que el gobierno por el pueblo es algo bien diferente de los procesos electorales, en los que se elige a unos cuantos individuos que hacen la Constitución y las leyes; las modifican cuando y como quieren; hacen lo que quieren en el gobierno; no tienen obligación de rendir cuentas de su actuación a los ciudadanos y estos no tienen forma de participar ni en la aprobación de las reglas ni en las decisiones del gobierno.

Se trata de los muchos sistemas políticos en que la participación de los hombres y las mujeres adultos, en las cuestiones públicas, se reduce al derecho de votar para elegir, entre los distintos grupos que manejan la política del país y de las regiones, a aquellos que van a someterlos y explotarlos, sin que la mayoría de los ciudadanos pueda exigirles nada ni pueda destituirlos. El hecho de que esas oligarquías hayan sido electas por los habitantes adultos de una comunidad no hace de ellas gobiernos democráticos.

Con todo, si la democracia es la participación de la población en el gobierno, una comunidad tiene un gobierno, en alguna medida democrático, cuando, en la aprobación de las leyes fundamentales y en las decisiones administrativas más importantes, participa, de manera efectiva, en algún grado, la mayoría de los adultos que viven en la comunidad.

Para empezar, como lo afirma el doctor Clemente Valdés Sánchez, es conveniente dejar algo muy claro: el gobierno de una comunidad por un individuo o por un pequeño grupo no es una forma de gobierno democrática, aunque esos individuos hayan sido escogidos por la mayoría de los habitantes, que tienen la edad suficiente para atribuirles buen juicio. Sostener lo contrario y decir que eso es una democracia es caer en el absurdo total en el cual un monarca absoluto electo es una democracia y una oligarquía electa sería una democracia.

El engaño con el que unos cuantos hombres y mujeres, en los tiempos modernos, se han adueñado del poder político en muchos países, reside en que han logrado hacerles creer a sus pueblos que la democracia son las votaciones para elegir a una persona o a un grupo de individuos para que éstos gobiernen y hagan lo que quieran.

A partir de ese engaño, los profesionales de la política, agrupados en partidos formados algunas veces por criminales, dedican todos sus esfuerzos y una gran parte del dinero público a hacerse propaganda para llegar a las elecciones y apropiarse del poder diciendo que los procesos electorales son la democracia misma.

Desgraciadamente, los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, que escuchan desde la infancia que la democracia son simplemente las elecciones, para que alguno de los grupos de la oligarquía los gobierne, como sucede en otros muchos campos, acaban por creer lo que les enseñan y se dedican a repetirlo.

Las elecciones, en muchos países, no tienen absolutamente nada que ver con la democracia, ya que no se refieren a ninguna participación directa de los ciudadanos en los gobiernos. Las elecciones, en esos lugares, son casi siempre simples confrontaciones entre las distintas facciones de la oligarquía, que buscan por todos los medios apoderarse de los puestos de gobierno y de los asientos de los falsos representantes para seguir dominando a la población.

Para lograrlo utilizan la propaganda constante, la compra de votos y aún el asesinato de los opositores o de los candidatos propios apoyados erróneamente de manera inicial por quienes controlan los partidos.

Una vez que la población de un país acepta que el gobierno de un autócrata electo o que una oligarquía electa es una democracia, cualquier gobierno basado en una elección popular, aunque sea el más perverso, el más despótico o el más corrupto, puede presentarse como un gobierno democrático.

La trampa es muy sencilla. La clave es simplemente un cambio en el significado de las palabras, por el cual el gobierno de un dictador o de un presidente autócrata con poder total, siempre que sea aceptado por el pueblo, se presenta como un gobierno democrático, aunque sea el gobierno de un solo hombre. Así, el gobierno de Mussolini a partir de las elecciones de 1924 podría ser considerado, en esa concepción absurda, como un gobierno democrático, y también sería democrática la dictadura del general Pinochet en Chile, especialmente después del referéndum de 1980 en el que se aprobó la Constitución de 1981 en cuyas disposiciones transitorias la Junta de Gobierno militar asumió las funciones legislativas y constituyentes y el citado general se hizo cargo del gobierno y la administración del “Estado”. Con esa concepción de la aprobación popular como característica de la democracia, el gobierno de Stalin en Rusia, sin duda uno de los autócratas más notables en la historia del siglo XX, debería considerarse como un gobierno democrático, y el de Muhamar el Gadafi, el dictador despótico de crueldad legendaria que durante 41 años mantuvo en la tiranía a la mayoría de la población en Libia (aparentemente con su consentimiento) habría sido un gobierno democrático.

Usando la misma distorsión de las palabras, los gobiernos formados por los pequeños grupos de individuos dedicados al negocio de la política, aliados a los grandes empresarios y a los líderes más corruptos de las asociaciones de obreros y campesinos que forman oligarquías de rufianes y que se dedican a robar a sus pueblos, al ser electos en votaciones populares, se convierten en gobiernos democráticos.

Para que el fraude funcione, los hombres y las mujeres que se han adueñado y se han repartido los poderes de la población, establecen, como en cualquier otra oligarquía, varios “principios” para implantar lo que llaman la “representación política”.

Se trata de expresiones increíbles que muestran la facilidad con la que se puede engañar a los pueblos: la prohibición del mandato imperativo, que en palabras sencillas quiere decir que los llamados representantes no están obligados ni a expresar la voluntad de los votantes ni a actuar de acuerdo con los intereses de sus electores; la idea peregrina de que los representantes no representan a los electores, sino a una nación indefinida, de la cual se desprende que ni los habitantes ni los ciudadanos pueden exigir aclaraciones a esos representantes, ni éstos tienen obligación alguna de rendir cuentas a sus electores, sino en todo caso a esa nación misteriosa cuyos representantes son ellos mismos, y, finalmente, el “principio” según el cual no existe la revocación del mandato en materia política, lo que, en palabras comprensibles para la gente común, quiere decir que una vez que los ciudadanos escogen a representantes y a gobernantes que no los representan a ellos sino a una “nación” o a un “Estado” indefinido, los escogidos<, presidentes, gobernadores, senadores y diputados, gozan durante todo el tiempo que dure su mandato, del derecho de dominar y robar a los habitantes, sin que en ningún caso puedan ser destituidos por quienes los eligieron.

Es así como a través de una “representación política” puramente imaginaria, en la cual los representantes no representan los intereses de los hombres y mujeres que los eligen y éstos no tienen poder alguno sobre aquellos, el sistema político se convierte en una oligarquía en la que el papel de los ciudadanos se reduce a escoger, a través de un proceso electoral, al pequeño grupo que va a gobernar a la población, sin que esos ciudadanos tengan peso ni participación alguna en la aprobación de las leyes o en las decisiones principales del gobierno. Así sucede en el llamado Reino Unido, en donde los hombres que dirigen el gobierno y que controlan el Parlamento que se ostenta como el titular de la soberanía, han construido una “dictadura elegida” (an elective dictatorship), tal y como lo señalaba en su famosa conferencia de 1976 en la BBC Lord Hailsham, quien fue Lord Chancellor en dos ocasiones.

La aplicación de estas fullerías lleva a conclusiones absurdas. La democracia se reduce a un proceso electoral para escoger a los mejores individuos (aun cuando en la realidad muchas veces sean algunos de los peores), los cuales, a su vez, en muchos sistemas políticos, nombran a otros individuos a quienes se les llama los poderes para que ocupen los cargos principales en otros departamentos, y cada grupo se dedica a dominar y, con frecuencia, a robar a la población en sus respectivas áreas, y, lo más incoherente: una vez que los ciudadanos votan, pierden su poder político.

No cabe duda de que Andrés Manuel López Obrador es un caudillo. No cabe duda que los mexicanos necesitan de caudillos. No se acostumbraron a camarillas de ladrones neoliberales. El peligro está en que el caudillo puede llegar a convertirse en un sátrapa. Algo así ocurrió en la Unión Soviética con Ioseb Besarionis dze Jughashvili, mejor conocido por su alias de Joseph Stalin. Esperaría las perlas de la virgen. Que el gobierno de López Obrador fuera realmente un gobierno democrático, como lo he planteado más arriba. Un gobierno que mande obedeciendo.

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