“—¿Tiene algún secreto que decirle a su mejor amiga, Ada? —soltó con voz dulce su madre, cruzando sus dedos frente a ella y mostrándole una sonrisa que iluminó más que el sol la mesa.
Ada se sintió acorralada por esa actitud. Bajó los ojos, perdiendo de vista a su acompañante, la libélula color índigo, que seguía jugando por los aires.
—Nada, madre —repuso en murmullo.
—¿Ni un secreto? —insistió Annabella.
—No —confesó Ada apesadumbrada.
—Debemos decir la verdad siempre. Si lo hace, le daré un regalo especial que su abuela ha adquirido en Londres para usted en particular —explicó la baronesa, tras lo cual clavó sus pequeños dientes en diminutas mordidas al pan.
Ada abrió sus ojos ante la palabra
regalo. Era una palabra mágica para cualquier niño.
—Tengo un secreto —balbuceó Ada.
—¿Cuál es, cariño? —la instó Annabella.
La niña volteó para ambos lados nerviosa de ser descubierta. Se levantó de su silla, se paró al lado de su madre y, alzándose de puntillas para alcanzar su oído, le susurró algo. Annabella comenzó a sonreír. Tomó las pequeñas manos de Ada y las aprisionó, tal como su madre lo había hecho con ella por la mañana. Ellas eran todo, ellas eran lo único que importaba.
—Me parece bien que no le guste la gramática y que adore la geometría. Pero no puede dejar de hacer sus tareas de álgebra por estudiar a escondidas de Miss Lamont los libros de mapas en la biblioteca. La siguiente vez me pedirá que los veamos juntas, ¿le parece, Ada?”
“—Es excelso. Una muestra de su maravillosa mente. Mas me intriga si no habrá una mano amiga que la haya ayudado con el resultado y me pregunto por qué escogió el número 36 —murmuró reflexiva la baronesa.
—Sí, tal vez he recibido ayuda.
—¿Es alguien de la servidumbre?
—No lo sé, madre. Quizás soñé que las hadas, los seres del bosque, han danzado en mi ventana para obsequiarme las líneas de la solución al problema… Yo sé que usted no cree en las cosas que son propias de la imaginación, pero un toque de magia no hace daño.
[…]
A la baronesa esa respuesta le esclareció una verdad que tal vez no deseaba ver ante su obsesión por tratar de dirigir a su hija por la senda de una buena educación: Ada era una niña pequeña y las niñas juegan. Estaba tan enfrascada en controlarla que se le había olvidado el detalle de la inocente infancia de su hija. Si ella pensaba que las hadas le ayudaban a responder las complicadas ecuaciones, era quizás por un juego. Ya habría tiempo de borrar esos delirios.”
“Había permanecido tres años confinada en su cama. La enfermedad que le había atacado la noche que conoció a su tía Augusta la sentenció a permanecer inmóvil. Las duras curas del doctor King fueron extenuantes para la delicada muchacha. El elixir preparado con hierbas, coñac, jerez y opio circuló por sus venas jugando con ella como quien monta un teatro irreal de seres imposibles de concebir: apostada en su cama vio desfilar criaturas y seres que los demás no veían.
Ante el pesar de la baronesa de que por meses su hija sólo hablara de las hadas que visitaban su cuarto, pidió sellar las ventanas de Mallory Hall y mantener el cerrojo bajo llave. […]
Cada día de esos tres años fueron una prisión donde no podía escaparse de los estudios de matemáticas impuestos por su madre. […]
De pronto, sin darse cuenta del correr del tiempo, la condesa Anna Isabella se encontró con que Ada estaba en la misma edad en que ella fue presentada a la corte. Eso la alegró y la asustó, pues temió perder el cotnrol sobre su hija cuando empezara a participar en actividades sociales donde se rozaría con toda la clase alta de Inglaterra.”
“Charles Dickens se sentó al lado de Ada mientras comían carnes frías y quesos que habían pedido a su habitación. La tarde caía y el sol no los había visto en el exterior. Ada sólo llevaba una bata. Dickens, su camisa suelta a manera de camisón. El apostento permanecía alborotado y las sábanas revueltas de la cama desprendían olor a sexo.
—Y usted, señora, ¿a qué vino a Brighton? —preguntó Dickens bebiendo una copa de vino blanco y acercando su cara a la de quien acababa de convertirse en su amante.
Ada se acomodó el pelo alocado y alzó los hombros para contestar:
—A huir de mis fracasos.
[…]
—He perdido la fortuna de mi marido en apuestas de carreras de caballos… Siete mil libras.
Dickens casi se atraganta al oírlo. Sus ojos se abrieron excesivamente, como platos.
—¿Disculpe?
—Como le dije, había estado tratando de visualizar que a todo se le puede dar una valoración numérica: el peso, la velocidad en las carreras anteriores, los lugares ganados, la altura del jockey, la longitud de la pierna del caballo, la edad del caballo… Todos y cada uno de los factores. Estoy segura de que estos valores están conectados. Si se saca una serie de ecuaciones, podríamos calcular las posibilidades de cada uno… Aunque, claro, sería más fácil hacerlo a través de la máquina diferencial.
—¿Máquina diferencial?
—Olvídelo, es difícil de explicar…
[…]
Charles Dickens dejó su copa en la mesa y cruzó la pierna. Entre estupefacto y regocijado por lo que escuchaba, la observó. En ella vio a una hermosa mujer que era pasional en la cama, fría con los números y alocada en sus ideas sobre apostar a caballos. Se sintió totalmente absorbido por esa dama tan fascinante y única.”