Proceso, el mito a 41 años
Jesús Yáñez Orozco
Fue infierno el cielo. Se habían soltado los demonios de la infamia en el paraíso periodístico terrenal. Era Julio de 1982. Parecía imposible pero estaba tomada la decisión. Era, a todas luces, una medida contradictoria, incluso dictatorial: debido a la crisis económica de la agencia Comunicación e Información Sociedad Anónima (CISA) –debía cinco millones de pesos– de la Revista Proceso, casi 40 reporteros y personal administrativo fuimos despedidos de ese semanario.
Necia, memoria famélica, no lo olvida. La casa de Fresas 13 de la Colonia del Valle, sede de la revista, virtual funeraria de la palabra: máquinas de escribir Olivetti en hilera, silenciosas, vestían luto sobre su frío metal. Mudas plañideras. Rostros con la muerte, desesperanza, dibujada con carbón encendido en la mirada.
Olía a dolor el ambiente mortuorio.
Comenzó la sepultura laboral de un grupo de personas, jóvenes la mayoría entonces –ahora la mayoría sexagenarios– para quienes esa publicación daba sentido a sus vidas.
El duelo dolía de dolor. Significaba doble la orfandad. La castración laboral tenía el valor agregado de que Julio Scherer García, director de la revista, por su avasallador carisma natural e intelectualidad, era considerado patriarca procesiano. Tótem periodístico. La mayoría lo trocamos en padre putativo ante la ausencia del propio. El lo sabía y se dejaba querer. U odiar.
Aunque había quien –algunos habían colaborado con él durante más de tres lustros, desde mediados de los 60 en Excélsior, luego de un golpe orquestado en su contra por el gobierno de Luis Echeverría en 1976, en Proceso– lo tildaba de una forma que partía el pensamiento.
Hería:
“El mito”.
Nunca pregunté por qué ese calificativo descalificador sobrenombre. No me atreví. Quise mantener su imagen inmaculada. Muchos años después entendí por qué. Entonces se convirtió en mácula.
No quiero decir quiénes han muerto de los personajes que aparecen a continuación. Para mí no descansan en paz. Los llevo en el pensamiento, el corazón y la entraña. Esta es parte de la historia.
Ese día, despido colectivo, al duelo que se vivía en la redacción lo acompañaba el recuerdo de la enloquecedora dinámica –con el tableteo de máquinas de escribir de música de fondo semanas antes– por la obtención de reporteros y redactores de información en torno a la Guerra por Las Islas Malvinas entre Argentina e Inglaterra. Era un tema mundial de primera plana. Francisco Fe Alvarez, con el cigarro adosado a sus labios desde una boquilla negra, como extensión viciosa de su cuerpo, arengaba a todos con su ceceo español.
Don Paco Fe, como también se le conocía, sexagenario entonces, era un caso extraño en CISA-Proceso. Tenía la costumbre de dictar a la secretaria en turno sus colaboraciones para el semanario. Llamaba mi atención que un periodista no supiera escribir en máquina mecánica. Sólo una vez lo vi sufrir frente a ella. Redactaba con pasmosa lentitud. Usaba sólo índices. Parecía infante haciendo diabluras sobre el necio teclado.
Desde finales de 1981 se sabía de la crisis financiera por la que atravesaba CISA. Durante medio año hubo propuestas para exorcizar el despido masivo. Fue infructuoso. El “Decatlón”, integrado por una decena de reporteros, ninguno de deportes –así llamado por la parte empresarial de la revista– que encabezaba Juan Antonio Zúñiga, ahora en La Jornada, propuso la reducción salarial del 50 por ciento de todos los empleados del semanario. No tuvo eco.
Fueron tiempos ríspidos. Reuniones en lo oscurito. Tensa calma. Incertidumbre. En la redacción se ahogó el encanto, la magia, camaradería, solidaridad, compartir conocimiento, del quehacer periodístico. No he vuelto a vivir algo similar en 35 años de labor reporteril, judío errante de la palabra, en más de una decena de redacciones en algunos de los principales medios de información nacional e internacional.
Así lo sentí.
No fue lo mismo en Fresas 13, reconocen todavía algunos trabajadores que, de milagro, sobrevivieron al despido masivo de aquél infausto 1982.
Al mediodía comenzó el velorio del anuncio de la salida oficial. Nos dio los santos óleos del desempleo Vicente Leñero, subdirector de Proceso, diabólico sacerdote, sin ropas talares, con Scherer – espejo uno del otro desde hace casi 50 años– al lado, Sumo Pontífice de la Iglesia Procesosa irradiaba en su mirada un ligro brillo perverso casi imperceptible, disfrazado de dolor.
“El Mezclas”, como apodan en Proceso a Leñero por su libro Los Albañiles, lanzó frases malditas que se convirtieron en una pesada losa invisible sobre nuestro ataúd laboral.
Desde un imaginario púlpito, escupió, palabras más, menos, con dedicatoria al “Decatlón”:
“Mientras el nombre de Julio Scherer aparezca en la portada de la revista, Proceso seguirá siendo Proceso”.
No era necesario echarle a la herida sal, limón y chile piquín. Vivíamos el síndrome del Klennex: “úsese y tírese”. Algo similar a lo que sucede con los futbolistas profesionales cuando sus piernas dejan de ser oro molido o no responden a los intereses de sus amos: Son basura humana.
La lista en hoja bond con los nombres de los despedidos a máquina, diurex en las esquinas, crucificada al pilar azul de la redacción. Insignificante fantasma blanco que nadie quería ver.
“Que se vayan los ineptos”, dijo un reportero que tenía la certeza de gambetear el desempleo. Su rostro desencajó y su mirada enrojeció, a punto de lágrima, cuando miró que su nombre estaba escrito en tinta negra, macula en mi pensamiento y entraña cuando vi el mío.
Llamó mi atención Emilio Hernández, mi jefe inmediato en deportes, a quien siempre guardo con especial cariño. Traía la muerte cincelada en los ojos con el martillo del dolor. Nada habló. Quería, pero no podía. Sufrió una especie de fugaz autismo. Sólo fumaba. Nervioso todo él. Parecía que su cuerpo era un terremoto de baja intensidad.
Sus ojos caminaban sin rumbo, huérfanos, por la redacción en búsqueda de una explicación de porqué sucedía lo que pasaba. Mirar su fragilidad hacía parecer insignificante su humanidad bonachona, pese a su 1.80 de estatura y casi 100 kilos de peso. Estaba acorazado con un mutismo sepulcral.
Era él nuestro espejo de carne y hueso y viceversa.
Proceso había sido mi casa, templo divino de labor periodística, que rayaba en el fanatismo, fundamentalismo –como toda religión— procesiano –durante cuatro años. Noviciado profesional. Lo que publicaba era palabra santa. Creo que hasta la fecha.
Pero así como la vida está fuera del hogar paterno para cualquier ser humano, despedido de la revista, mi existencia personal y profesional fue diferente: ni mejor ni peor. Eso sí: más plena. Pude cortarme el cordón umbilical con gozoso dolor.
Tuve logros sin la bendición de Scherer-Proceso: un Premio Nacional de Periodismo José Pagés Llergo, por reportaje, rey de los géneros informativos; publiqué en Planeta un libro sobre futbol; fui becado durante tres meses por el Instituto de Periodismo José Martí, en La Habana, Cuba; a finales de 1980 comencé a escribir cuento corto para la Revista Rino.
Incluso gané un concurso sobre éste género literario, convocado por Ciudad Capital, semanario desaparecido. Víctor Roura, coordinador de cultura del diario el Financiero, fue uno de los tres jueces. De ellos, dos me dieron su voto. Uno fue el de Víctor. Laboré en los diarios El Financiero y El Universal. Agencias noticiosas: ANSA, Notimex, Alasei y UPI. Fui asesor deportivo del equipo de José Ramón Fernández en TV-Azteca.
Sonará contradictorio: mis mayores bendiciones profesionales han sido dos en 35 años de periodismo: llegar a Proceso y mi despido de la revista. A poco más de 31 años de mi salida de ese semanario –tiene 37 de fundado que se cumplieron el pasado seis de noviembre— puedo escribir este texto. Más vale tarde que nunca.
Simbólica forma de enterrar el cadáver insepulto que traía en mis entrañas hace muchos años. Ya olía a muerto. Son estas palabras última palada lanzada a la tumba procesiana sepultada en mi pensamiento y corazón.
Consciente o inconsciente sabía yo que dos años atrás, luego del anuncio de la salida, que tenía un pie fuera de Proceso.
Llegué a la revista en septiembre de 1978, luego del infausto mundial de ese año, en Argentina, donde el equipo Triglodita quedó en último lugar, 16, debajo de países con ínfima estructura futbolística, en comparación con México: Perú (8), Túnez (9), e Irán (14).
Argentina, en el marco de un macabro festín de balas, tortura, muertes y desapariciones –se calcula unas 35 mil—por la dictadura militar, ganó en Buenos Aires el polémico título fifo-mafioso.
Se habló que los micos milicos habían arreglado el partido contra Perú. Allanó el camino al cuadro albiceleste, dirigido por César Luis Menotti rumbo a su primer campeonato planetario. La Junta Militar hizo que su equipo ganara. No importaba el precio. Goles y balas la legitimaban en el poder.
Me aceptaron –previa prueba periodística, que constó de tres entrevistas– Francisco Ponce, responsable de deportes, y Emilio Hernández, su brazo derecho. Extraordinarias personas, profesionales de la tecla y mejores seres humanos, con aciertos, errores y respectiva dosis de locura, como todos.
De uno aprendí el rigor del oficio de escribir –mi primer trabajo relevante en Proceso fue una entrevista con el técnico Ignacio Trelles, de ocho cuartillas. Paco me hizo rehacer siete veces: 56 hojas; y del otro la ética-moral en el quehacer reporteril: “Nunca inventes información y tampoco recibas dinero que no tu salario” –chayo, embute–, decía con su voz de trueno y rostro recio, parecido al actor David Reynoso. También era “El Mayor” en Proceso. Se ruborizaba cuando le decían ese apodo. En el fondo le agradaba.
Llegué recomendado por Rafael Rodríguez Castañeda, actual director de Proceso, mi maestro de entrevista de la carrera de periodismo de la entonces Escuela Nacional de Estudios Profesionales Acatlán (ENEP)-UNAM. Fungía, también como jefe de redacción de dicha revista y el Diario de México.
En el vespertino “El Teacher”, como también se conoce a Rodríguez, publicó mi primer trabajo periodístico en la parte inferior de la primera plana. Me abrió la llave de la puerta procesosa, casi infranqueable –pues pocos hemos tenido el privilegio, casi divino, de cruzar su dintel para laborar– una entrevista con la actriz Virma González. A mediados de 1978 protagonizaba un monólogo, Señorita Paloma Educastradora, donde criticaba cómo se impartía la enseñanza básica en México. Hablaba, en la charla, sobre logros y objetivos del Sindicato de Actores Independientes (SAI), contrario a la ANDA oficialista, incondicional del PRI, hasta la fecha.
Al año como reportero de CISA debuté en la revista Proceso con una nota que quizá, mirado al tiempo, provocó mi salida del semanario. Me sentía, literal, niño con juguete nuevo. Fue sobre el Sindicato de Futbolistas, registrado en 1971 ante la Secretaría del Trabajo. Entre otros, lo encabezó Gamaliel Ramírez, entonces jugador del Atlas y Veracruz.
Creador, también de Pronósticos Deportivos, y titular del deporte del PRI, cuando Miguel de la Madrid era candidato a la presidencia de la República, 1981, entrevistado para Proceso por Adrián Chavarría y yo, garantizó 10 millones de votos de atletas a su campaña. Eran innecesarios ante la aplanadora Tridolor. Como hasta la fecha.
Gustó a Scherer el texto de dos cuartillas y media sobre la sindicación de los obreros de la pelotita. Era mi bautizo periodístico en la revista más importante del país, reconocida incluso en el extranjero. Simbólica, el agua bendita me la habían echado Paco y Emilio sobre la pila bautismal procesiana.
Por aquél entonces, 1979, a veces Julio Scherer Ibarra, hijo del director del semanario, gustaba acudir a algunos partidos en el Estadio Azteca. Hicimos amistad. Se jugaba el primero de dos encuentros de la final de la liga – no había entonces los perversos grupos. Se medían los mejores— entre Pumas y Cruz Azul.
Viajábamos a bordo de su Fairmont blanco sobre avenida Insurgentes, a la altura de Río Churubusco, sur del Distrito Federal. Habíamos dejado atrás Parque Hundido y su verde eterno.
“Don Chucho”, dijo, en tono afectivo, “mi jefe te ve mucha madera como reportero. Dice que te pases a información general”.
Sus palabras explotaron como bomba atómica en mis oídos. De entrada llamó mi atención que Scherer padre no me lo hubiera solicitado directo. Desconozco cuál hubiera sido mi respuesta. Quizá hubiera aceptado. Negársele era imposible. Respondí que no a Julito, como era conocido en Proceso. Agradecí la deferencia. Pensé que cambiar de área hubiera sido un acto de traición, deslealtad, puñalada trapera, a Paco y Emilio.
“Si los traiciono a ellos, en algún momento puede pensar que también puedo traicionarlo a él. ¿Qué confianza puede depositar él en mí, si acepto?”, fue una reflexión silenciosa que cruzó veloz, como ave multicolor, colibrí urbano, por mi pensamiento.
Un año después, don Julio y yo apostamos una comida al ganador de la final de la liga de 1980 entre Pumas y Cruz Azul. Yo iba a “La Máquina”, pues había tenido una grata relación periodística con su técnico Ignacio Trelles, respeto mutuo, quien siempre tuvo deferencias conmigo. Era en el futbol lo que Scherer en el periodismo. Mientras que éste confiaba en el equipo que dirigía el serbio Velibor Milutinovich.
Perdí. Fijamos fecha para la comida. El día acordado nos trasladamos en su Fairmont verde botella, un martes, al restaurante La Cacerola, ubicado sobre Insurgentes Sur. Comenzaron a sudar mis manos. Iba al volante uno de los mejores periodistas de habla hispana en su momento.
Traía yo los calzones hechos yo-yo.
Pocos reporteros han tenido el privilegio de convivir casi dos horas en solitario con Scherer. Además es conocida su animadversión a conceder entrevistas. Aunque este no era el caso, pues.
Mi única relación previa con el director habían sido fugaces intercambios de palabra cuando se detenía en el área de deportes, de paso a su oficina o al término de su jornada laboral. A todos en la sección, su presencia, nos ponía a parir chayotes. Temíamos sus ácidas, sarcásticas, a veces viperinas, preguntas. O sagaces comentarios, reflejo de la pasión y conocimiento con que ejerce el oficio periodístico.
Aprendí algunas de sus frases hechas. Cuando había algo obvio o una mala noticia exclamaba: “!no me diga eso… No me diga eso!”, acompañado de efusivos golpes en la espalda de su interlocutor. O si vencía su Atlante, durante las transmisiones que veíamos por televisión en el área de deportes, explotaba:
“¡A toda madre, don Jesús!”.
Incluso era tal su amor por los jamelgos que llegó a pensar en comprar a Los Potros, cuando el Seguro Social los puso en venta de garaje.
También, supe años después, hablaba de los “pendejos esféricos”: por donde quiera que se les mirara padecían redonda pendejez. Ingenio Verbal.
Por él supe quién había sido el famoso Porfirio Remigio. Fue destacado deportista en los años 60. Durante una vuelta Ciclista a México, cuando faltaba una etapa para el final del evento, Paco Malgesto, micrófono en mano, lo interrogó para los radioescuchas de todo el país:
–“¿Qué opina del colombiano, el italiano…?”
Respondió con los rasgos indígenas dibujados en su rostro moreno, brillantes bajo los rayos solares:
–“P’a mí que son ojetes”.
Por eso, imagino, cuando don Julio descalificaba a alguien, sobre todo a Jacobo Zabludovsky, despreciado por él con desprecio, por ser achichincle del PRI: “para mí que como dijo Porfirio Remigio…”, y se ahorraba la palabra malsonante.
Era más bien envidia, tanta animadversión hacia el titular del desaparecido noticiario 24 Horas, de Televisa. Pues en el fondo, pese a rehuir de los reflectores mediáticos, Scherer padece de una incurable enfermedad intelectual: protagonismo. Tanto que el periodismo que él realiza comienza y termina con secretarios de Estado, presidentes de países del tercer mundo, como Fidel Castro. Salvo excepciones. O escritores Premio Nobel de literatura, como el colombiano Gabriel García Márquez.
Sabe Scherer, sin temor a equivocarme, que Zabludovsky era títere, marioneta si cabeza del poder. Informaba, con el aval de la dinastía Azcárraga, dueña de Televisa desde mediados del siglo pasado, lo que ordenaba la Secretaría de Gobernación, durante los sexenios que abarcaron casi tres décadas de principios de los 70 hasta los albores del 2000. Ese tiempo la palabra del conductor (sic) televiso era ley, aunque casi siempre mentía, o manipulaba, como hasta la fecha su sucesor, Joaquín López Dóriga:
“Lo dijo Jacobo”, era la letanía popular por todo el país cuando daba una supuesta información trascendente.
Ahora don Julio entrevista, incluso, a capos de la droga. Ismael Mayo Zambada –con quien aparece sonriente en la portada– Chapo Guzmán, Rafael Caro Quintero. También charló con el Subcomandante Marcos.
Y lo hace porque la “caballada está cada vez más flaca”, parafraseo al desaparecido líder cetemista Fidel Velázquez, en cuanto a la famélica experiencia política, calidad intelectual y moral de dirigentes partidistas.
En 2001 vendió don Julio su alma al diablo. Aceptó que Televisa, su villana favorita, trasmitiera a nivel nacional e internacional su entrevista con el Sub, cuando la Caravana Zapatista llegó al Distrito Federal y su dirigencia visitó la Cámara de Diputados.
Scherer, viejo lobo marino, estaba consciente del impacto que tendría la charla con el guerrillero –de nombre Sebastián Guillén Vicente, según versión oficial. Siempre de espalda a la cámara, desdeñándola, sin escenografía, en un cuartucho pelón, con preguntas en hojas bond, no lo logró que Marcos dijera algo nuevo.
Dio pena ajena y propia mirar la imagen de don Julio en el firmamento del Canal de las Estrellas pese a su desprecio por la cámara. La noticia era él, no el insurgente. Don Julio fue su propia falacia.
Era tal mi nerviosismo en el restaurante La Cacerola que no supe qué pidió de comer don Julio. Ordené champiñones con epazote, filete de pescado y arroz rojo con verduras. Acompañé con una cuba de ron añejo venezolano Pampero.
“Se ríe mucho, Don Jesús”, me acotó. Sus palabras me tranquilizaron en vez de agobiarme más.
Don Julio, recuerdo que pidió agua mineral, comenzó a quejarse de su hijo, Julio. Palabras más, menos, daba a entender que andaba en el reventón, desbalagado. Estudiaba la carrera de derecho en la ENEP-Acatlán. Mujeres le sobraban, supongo, pues tenía algo del natural carisma seductor del padre y buena percha.
Daba grima mirar la pena dibujada en el rostro ario del patriarca de Proceso, preocupado por los deslices juveniles de su vástago. Quizá en el fondo se escondía una fuerte dosis de culpa. Para él los hijos existían a partir de los 13 años. Susanita, su esposa, llevaba la responsabilidad de educarlos y orientarlos.
El periodismo era el único vástago al que dedicaba las 24 horas del día. Incluso más… si podía.
“Es una etapa de vida. No se preocupe”, comenté y soné doctoral amparado en la universidad de la vida: mí barrio la, Colonia Pensil—que inmortaliza Chava Flores en la canción Los Pulques de Apam– luego, el CCH-Azcapotzalco y después la ENEP-Acatlán, combinados con el deporte y la literatura, me vacunaron contra el alcohol y mariguana. Nunca fui adicto.
Al término de la comida con una cálida frialdad, mientras pagaba yo la cuenta, el director sacó de la bolsa lateral derecha de su saco un estuche negro. Lo abrió y extrajo una pluma Scheaffer, al parecer con baño de oro. Nunca lo he confirmado. Me la obsequió. Nunca la he usado. Durante un tiempo me provocó sentimientos encontrados. Ya no. Fue un buen detalle.
Entre Scheaffer y Scherer hay una curiosa similitud. El regalo de un bolígrafo tiene múltiples significados entre quienes nos dedicamos a torturar palabras para obligarlas a decir lo que deseamos. Más si es obsequiado por un personaje como él. Terminada la comida retornamos a la redacción.
Y, como suele suceder, siempre aprendemos más con el ejemplo que con la palabra en el seno paterno. Don Julio también reforzó mi amor por la literatura. Casi siempre, cuando llegaba o salía de Proceso portaba un libro bajo el brazo. Por él descubrí a Elías Canetti, recién nombrado premio Nobel de Literatura. Se suele aprender más del ejemplo que de la palabra.
Luego de leer La Conciencia de las Palabras, devoré otros textos de su autoría. En uno de sus ensayos escribió una frase que hasta la fecha papalotea en mi pensamiento: “Dios es un ser tan poderoso que, pese a no existir, determina la conciencia de la humanidad”.
A finales de 1981 volví a la Ciudad de México, luego de la cobertura del Premundial de Futbol en Tegucigalpa, Honduras. Los Ratones Verdes habían sido eliminados, por segunda ocasión en su atapa profesional para una Copa del mundo. Esta vez rumbo a España 1982. En 1973, en Puerto Príncipe, “los nuestros” acabaron ahogándose en aguas haitianas: no pasaron la aduana de vudú y futbol para Alemania 1974.
Para mi sorpresa, Ponce me informó que pasaba a información con el resto de los reporteros de deportes: Adrián Chavarría y Raúl Monge. Días previos había sido despedido Ernesto Soto Páez.
“Ahora sí valió madre”, pensé. Nada dije. No me equivoqué.
Duré sólo seis meses en información general de CISA y Proceso antes de que me echaran a la calle con el resto de compañeros.
Scherer y Ponce nunca tuvieron buena relación. “Se consciente demasiado, don Paco”, me comentaba Ponce, contrito, que don Julio le decía.
“¿Ya llegó el mito?” preguntaba Ponce cuando tenía algún asunto periodístico qué acordar con él. O, a veces, sólo por chingar. En una ocasión, harto por los desplantes del director, al calor de un par de tragos, escribió su renuncia en su máquina Olivetti. Nervioso, se ajustaba sobre su nariz, con el índice derecho, una y otra vez, los gruesos cristales de aumento engarzados en armazón de metal prieto.
La subió a la oficina de Scherer cuando éste ya no estaba. Era viernes, día de cierre de la edición de Proceso. Se retiró con la duda colgándole a su espalda. Lo hacía ver ligeramente más jorobado que otras ocasiones.
Hora y media después llamó desde su casa:
“¿Puma?”.
“Sí”, respondí, cuando por poco.
Me pidió que, por favor, retirara el texto de su dimisión. Así lo hice y lo destruí. Acabó convertido en una mortaja cenicienta.
Tras aquellas palabras zafias de “El Mezclas” sobre nuestra salida de Proceso, plomo derretido en mi corazón y pensamiento, Rodríguez Castañeda nos llamó a Raúl Monge –otro reportero de deportes quien llegó por recomendación mía; fuimos compañeros en Acatlán– y a mí a su oficina, en la parte alta de Fresas 13. También había sido su alumno.
Prometió que seríamos los primeros en retornar en poco tiempo. Unos tres meses después regresó Monge. Durante ese tiempo sentí celo profesional. “’¿Por qué él sí y no yo?” reflexionaba y me hacía dudar de mi capacidad profesional. Supongo que fue por haberle dicho no a Scherer. Pocos, ningún otro que yo sepa, han tenido osadía de rechazar una orden o sugerencia suya. Su palabra era ley. Es a sus 87 años de edad.
Pero fue mejor.
Al otro día de mi salida de Proceso, aún me miro caminado sobre Avenida Reforma, en el Distrito Federal, con la pesada orfandad periodística a cuestas. Traía una lápida de frustración en la espalda. Me sentía en el vacío del vacío profesional y personal. Gregorio Samsa en su metamorfosis. Iba al edificio de la Comisión Nacional de la Industria Azucarera, cerca del Monumento a Colón. Rodríguez Castañeda, me había recomendado con Angel Viveros, jefe de prensa de la CNIA.
Comencé a sentir el Síndrome de la Miss Universo: después de un año de reinado todo es para abajo. Luego de cuatro años en Proceso nada había arriba. Mi oficio iba al vacío. Con dificultad, reconozco, superé el trauma de aquél despido.
Tres años después, en 1985, aún tenía la espinita clavada y la llamarada de la remota esperanza de retornar a la revista seguía encendida en mi corazón. A mediados de ese año, días antes de las elecciones intermedias, realicé por iniciativa propia, una encuesta entre los jugadores del Tridolor que se preparaban para jugar el Mundial de 1986, sobre sus preferencias políticas.
Resultó un ejercicio periodístico interesante. Por primera vez en la historia del deporte nacional de elite, los futbolistas no se fueron a la “cargada” en favor del PRI: Javier Aguirre, simpatizó con el Partido Socialista Unificado de México (PSUM); Tomás Boy por el Partido del Trabajo (PT).
Dicho texto llegó de rebote a Proceso.
Días antes lo había entregado a Raúl Trejo Delarbre, coordinador de redacción del Semanario Punto. Dirigía Benjamín Wong.
Me pareció silvestre, por usar un eufemismo, de parte de Trejo, que al siguiente día me argumentara que el texto se publicaría, como reacción a dichas votaciones, una semana después. Para entonces, pensé, ya no tendría ningún valor periodístico. Elemental: caducaba. Decidí retirarlo y proponerlo a Paco Ponce. Aceptó publicarlo. Sugirió que le hiciera algunos cambios. Los realicé con la misma pasión encendida de cuando era reportero de esa revista.
Proceso era distribuido desde el domingo entre los suscriptores y en algunos puestos de periódicos. Compré un ejemplar y mire con emoción de adolescente, enamorado de la misma novia que le había roto el corazón tiempo atrás, mi texto.
Pero, de nuevo, la realidad me metía otro autogol. Al mirar La Jornada, por accidente, la mañana del lunes, vi que mi encuesta había sido publicada, con algunos cambios. En esencia era la misma idea. Firmaba César Jacobo Romero.
De inmediato me trasladé a Fresas 13. Para mi infortunio, al primero topé fue a Scherer, casi fantasmal, al pie de la escalera de la redacción.
“Don Jesús: lo iba a felicitar, pero lo desfelicito”, escupió, las manos dentro de las bolsas del pantalón, en tono de descalificación con su mirada clavada, dos puñales de obsidiana azul en mis ojos.
“Suba y hable con Rodríguez –Castañeda–”, remató.
Expliqué al “Teacher”, con detalle, qué fue lo que había sucedido con mi texto. Me sugirió que redactara una carta aclaratoria para publicarla en Proceso. Pensaba la cúpula procesiana que yo lo había vendido a La Jornada y firmado con seudónimo.
Redacté la carta: cuartilla y media. La leyó Rodríguez. Realizó algunas correcciones. Sugirió que la entregara a Leñero. Lo hice. A la siguiente semana el texto no apareció publicado. Hablé con Rodríguez, pidiéndole una explicación. Me remitió de nuevo con Leñero. Lo encontré afuera de Fresas. Me dijo, con el desdén, que después aparecería. Nunca se publicó.
Por esos días, La Jornada difundió en su sección cultural un texto sobre la obra literaria de Leñero. Y no iba a poner en entredicho la calidad moral y profesional de un medio que comenzaba a ganar prestigio y sobre todo, que promovía su obra. Amordazó mi carta, sepultándola en el archivo muerto.
Sólo una vez vi en persona al plagiario de mi texto. Fue durante uno de los desayunos a los que solía convocar Mariano Albor, especialista el derecho del deporte, y abogado del ex presidente Carlos Salinas de Gortari, cuando querían someterlo a juicio político.
“Mierda”, dije entre mí cuando Albor nombró a César Jacobo. Después se fue al diario Reforma.
Se acercaba septiembre y yo había obtenido una beca de tres meses el Instituto de Periodismo José Martí de La Habana, Cuba. Necesitaba dinero. Acudí a Fresas 13 para tramitar el pago de mi cuestionado trabajo periodístico. Rodríguez Castañeda ordenó que me pagaran 10 mil pesos. Me cayeron de perlas para mi estancia en La Habana.
A mediados de 1987, no recuerdo por qué motivo, visité Proceso. Esa vez “El Teacher” me ofreció una corresponsalía en una ciudad del Bajío. Neta: no me acuerdo cuál. Me negué. Quizá la propuesta me sonó a boicot hacia mi vida de pareja con Adriana de la Mora, pues entonces mi hijo Emiliano estaba por cumplir un año. Y no iba a sacrificar a mi familia por volverme a involucrar en una dinámica laboral donde lo que menos importa es el ser humano. Salvo la dupla Scherer-Leñero. El único matrimonio válido es con la revista.
No me iba a arriesgar a vivir una segunda muerte periodística.
Aprendí que Proceso como el sol: entre más lejos, mejor.
En 1994 Planeta editó Política y Mafias del Futbol de mi autoría. Mi hija Ximena estaba recién nacida. Mi dicha era doble. Tenía un tercer hijo que también aprendí a querer con sus errores y aciertos: mi libro.
Con dos ejemplares bajo el brazo, y Emiliano, mi hijo, a mi lado, visitamos Fresas 13. Inconsciente, casi en el delirio por la pasión de publicar un libro y tener a mí beba, escribí a Scherer una dedicatoria, bofetada con guante blanco. Era, quizá, una especie de venganza, en papel y palabras, por mi despido 12 años atrás:
“Don Julio: con el irremediable aprecio de siempre”.
Cuando nos retirábamos, el director me invitó a charlar en la oficina de juntas en torno a la mesa caoba ovalada de 12 sillas. Argumenté que no podía. Tenía otras entrevistas radiofónicas para promover mi publicación.
Cuando estábamos a punto de cruzar el dintel de su oficina, Scherer hizo una pregunta extraña a Emiliano, como si la hiciera a alguno de sus hijos y él fuera yo o ¿yo él?:
–“¿Quieres mucho al barbón?”.
–“Síííí, mucho”, respondió con sus ocho años de edad.
Dejé otro ejemplar a Armando Ponce, encargado de cultura, para Paco, su hermano. Nos retiramos.
Otro detalle que pinta a Scherer de cuerpo completo, con tinta negra, sucedió a principios del actual siglo:
Ignacio Ramírez, talento y oficio, uno de los pocos reporteros estrella de Proceso, pidió a don Julio trabajo en la revista para su hijo Edgar. Ya tenía una trayectoria periodística de casi 15 años. Habíamos trabajado juntos en el desaparecido periódico El Nacional. Era buen reportero. Me tocó corregir sus notas políticas.
“Primero que se haga tigre afuera y luego vemos”, me dijo Nacho que “El Mito” le dijo. Abandonó Fresas 13 con los dardos envenenados que le había lanzado don Julio al corazón.
Afuera lo esperaba Edgar. Soltó amargas lágrimas con sabor a coraje y odio. “No llores, pa. Proceso no es lo único”, intentó consolarlo.
Ramírez, disfrazado de albañil, realizó el histórico reportaje sobre la mansión de Arturo Durazo Moreno, temible ex jefe de la policía del Distrito Federal, en Zihuatanejo. Lo bautizó como “El Partenón”.
Al poco tiempo Scherer, sin ser tigresa, hizo reportera de Proceso a su hija María.
Y, sí: es el Mito.