5 de November de 2024
Síndrome de la Miss Universo
Opinión Principal

Síndrome de la Miss Universo

Dic 5, 2018

Ágora Política

Jesús Yáñez Orozco

Enrique Peña Nieto nunca imaginó que nadaría –vituperado hasta el hartazgo, erigido en el “salvador de México”, eufemismo de corrupción e impunidad– en un infernal mar infestado de odios, rencores, cuestionamientos, descalificaciones, amenazas… Absoluto vacío. Infernal cielo. Ochenta minutos, bajo la lupa de reflectores nacionales e internacionales, se convirtieron en amarga pesadilla. Cuatro mil 800 segundos, antítesis del incalificable poder omnímodo que ejerció durante dos mil 190 días: un sexenio.

Una perla oscura del costoso collar de su gobierno: dilapidó más de 40 mil millones de pesos para lavar su imagen en la industria mediática y las llamadas redes sociales. E hizo del país un cementerio: más de 125 mil muertos en la lucha contra la delincuencia organizada durante su gobierno. Un total de 682 mil homicidios de 1982 a la fecha, según especialistas en seguridad nacional.

Guerra civil no declarada.

Como nunca en 80 años de presidencialismo mexicano –que Mario Vargas Llosa, calificó como “dictadura perfecta”–, contrastante el acto de investidura presidencial. Duró unos segundos, casi un suspiro, en el salón de plenos Palacio legislativo de San Lázaro, ciudad de México.  Infausto 1 de diciembre.

Encarnados cielo e infierno. Narcisismo  y megalomanía en el vértice del salón. Amarga comedia bufa ante un pueblo roto.

Peña Nieto, 52 años de edad, se despojó de la banda presidencial como si se arrancara una segunda piel. Desgarró su entraña. Saltó al vació sin red de protección. Estrepitosa su caída.  Estalló el silencio. Metáfora política de miseria humana.

O como si en la piedra de los sacrificios prehispánica fuera arrancado el corazón del Tlatoani, con el cuchillo de obsidiana, simbolizado en la palabra, por el sumo sacerdote.

Efímero momento. Desprenderse del símbolo tricolor lo convirtió, en automático, en despojo humano del poder.

Peña entregó la banda al Porfirio Muñoz Ledo, octogenario presidente de la mesa directiva de la Cámara de diputados, deteriorado por los estertores etílicos. Éste  miró embelesado, salivaba, unos segundos, el trapo tricolor, acariciándolo con la mirada, embelesado. Tenía el máximo poder de un país en sus manos.  Ese que ambicionó durante años.

Primero como destacado político del PRI –llegó a ser secretario de Estado—, luego  aspirante del PARM a la presidencia de México, después dirigente nacional del PRD. También formó parque del equipo del sexenio de Vicente Fox (PAN).

“Chapulín” se les llama –saltan de un partido a otro– en el argot de la política mexicana.

Tragó saliva. Luego depositó en manos al presidente electo Andrés Manuel López Obrador, 65 años de edad. Será el mandatario 79 desde Guadalupe Victoria y el 22 de la nueva era constitucionalista, que inició con Venustiano Carranza, es uno de los dos con menos estudios desde que Miguel Alemán Valdez inició la era llamada del civilismo.  Ayudado por un cadete del Colegio Militar, que arrancó suspiros a las damas en redes sociales, la adosó a su cuerpo.

Fugaz momento. Ahí se coronaban sus anhelos de casi 40 años de lucha política. Obcecado, necio, seis veces había aparecido su nombre en boletas electorales. Tres de ellas para la presidencia de la República. La tercera fue la vencida.

Exultante, henchido, no cabía en sí. Con las yemas de los dedos de la manos derecha acarició el águila dorada para comprobar que no soñaba. Dejaba de ser presidente electo.

Porque AMLO es la versión –desde la supuesta izquierda– del Ogro Filantrópico, célebre oxímoron de Octavio  Paz.

O… personificación del Dr Jekyll y Mr Hyde, atinó Javier Lafuente, analista del diario español El País, en un artículo titulado “López Obrador contra sí mismo”.

“Se reveló (López) como un personaje místico, un cruzado, un iluminado», tuiteó Muñoz Ledo, luego de la ceremonia de investidura presidencial.  En realidad se autodefinía. Está consciente de la pequeñez política de López Obrador a su lado.

Soltó otro memorable twitazo, también  oxímoron involuntario:

“Auténtico hijo laico de Dios y un servidor de la patria”.

No importaba que el ahora Presidente haya lanzado “me canso ganso” –anodina frase chilanga casi en desuso–, en la más alta tribuna de la nación. Significa que nada lo detendrá. Y que popularizó Germán Valdez, Tin Tan, en la película El niño perdido, de 1947.

Incluso esa sentencia fue objeto de sorna en redes sociales. Hubo este meme donde un ganso sustituía el águila, sobre el nopal, devorando una serpiente, escudo de la bandera nacional.

Estoico, paso cansino, cabeza gacha, como quien se dirige al cadalso, Peña se sentó a mano izquierda de AMLO, deificado. Su vació estaba lleno de nada.

Eso que llaman en psicoanálisis “Síndrome de la Miss Universo”: después del reinado de un año todo es para abajo: infierno.

Así, Peña después de un sexenio: Fantasma de sí mismo. Pareció  más diminuto, flanqueado por las altas paredes del recinto legislativo.

Metamorfosis instantánea del poder omnímodo: era el más desdichado sobre la faz ce la tierra. A sus férreos detractores, incluso, daba grima observarlo. Enfundado en traje oscuro, camisa blanca y corbata a rayas donde prevalecía el tono guindas.  Vestido de luto, consciente o inconscientemente, acudía a su propio sepelio.

Era como asistir a la crucificción de un Cristo maldito.

Nunca, en casi 90 años, un ex primer mandatario había vivido un momento aciago de esa envergadura: sentado en un virtual banquillo de los acusados. Fasto y vida faraónica lo precedían. También lo acusaban como dedo flamígero.

Estallaron los gritos y se rompió el abismal silencio:

“¡Presidente… presidente… presidente!» dedicados a López.

Peña, como ausente, miraba sin ver y oía sin escuchar con el ceño fruncido.

Y:

“¡Sí se pudo… sí se pudo…!”

Y la atronadora arenga:

“¡Es un honor estar con Obrador…!”

Peña Nieto, rostro contrito, demudado, se arrellanaba en su asiento. Humillado, desacreditado. Él y su ignominia.  Huérfano. Sufría el rechazo generalizado de su pueblo. Decía adiós al cargo como  el presidente más impopular de la historia. Su cuerpo, durante el acto de transmisión de poderes, parecía sufrir un crónico sismo de regular intensidad.

Echaba mano de la máxima virtud de los políticos mexicanos, ley no escrita:

“Comer mierda sin hacer gestos”.

Así es la política en México, desde el triunfo de la revolución de 1910: eterna fosa séptica.

Luego de seis años de un sexenio faraónico era guiñapo de sí mismo.  Una especie de tlaconete en sal. Anfibio que se retuerce y muere al contacto con el sodio.

Dolía su imagen ante el televisor y fotos en prensa escrita y redes sociales, videos incluidos. Nadie desearía estar en su pellejo.  Escuchaba incrédulo, la mirada extraviada, el discurso del nuevo presidente. Las altas paredes del recinto de san Lázaro, en medio de unos cuatro mil asistentes al acto, hacían más insignificante su empequeñecida figura.

A las 11:02 cruzó el umbral del recinto. Ya en el pasillo central, el diputado José Ricardo del Sol Estrada (Morena) desplegó frente a él una cartulina con el mensaje:

“Peña, bombón, te espera la prisión…”, alegoría de la frase que las mujeres le gritaban en su campaña como candidato del PRI a la presidencia de la República en 2012.

Durante su perorata, López Obrador dedicó a Peña 55 palabras de reconocimiento, que sonaron impostadas, Espada de Damocles:

“Licenciado Enrique Peña Nieto, le agradezco sus atenciones. Pero, sobre todo, le reconozco el hecho de no haber intervenido, como lo hicieron otros presidentes, en las pasadas elecciones presidenciales. Hemos padecido ya ese atropello antidemocrático y valoramos el que el presidente en funciones respete la voluntad del pueblo. Por eso, muchas gracias, licenciado Peña Nieto.”

Y soltó una metralla, que aun resuena, de descarnada crítica contra el neoliberalismo corrupción e impunidad –pública y privada del anterior gobierno– que borrará, advirtió, con la Cuarta Transformación, casi, en un abrir y cerrar de ojos.

Miraba, atónito, desde su vacío, cómo López  se erigía en el máximo tlatoani nacional con la banda cruzada al pecho que él portaba minutos previos. Observaba con un rayo de odio dibujado en su mirada. También temor porque puede ser objeto de consulta popular para determinar si es investigado por corrupción.

Aunque atemperaba López:

“No habría juzgados ni cárceles suficientes, y lo más delicado, lo más serio, meteríamos al país en una dinámica de fractura, conflicto y confrontación, y ello nos llevaría a consumir tiempo, energía y recursos que necesitamos para… la construcción de una nueva patria, la reactivación económica y la pacificación del país”.

 Se cimbró más Enrique Peña cuando el Presidente habló que acorazará a su gobierno para acabar con 36 años de neoliberalismo que calificó de “desastre” y “calamidad”.

Y más:

“Haremos a un lado la hipocresía neoliberal”.

Sus dardos verbales iban al corazón del ex presidente.

Fue el único momento en que Peña lanzó una fugaz mirada de reproche. Como si, sintiéndose traicionado, eso no fuera parte de lo acordado en las dos reuniones  previas que ambos sostuvieron en privado. Deseaba desaparecer. Hacerse humo. Nervioso, recorría su frente con la yema de la mano izquierda.

Sudaba frío. Mirada vidriosa.

Eso sí, Andrés López  pidió  “paciencia” al pueblo porque recibe un país en quiebra, hecho jirones.

Un puñado de diputadas del PRI, lanzaron palabras, como reconocimiento póstumo, que se convirtieron en mortaja del fallido “salvador de México”, casi inaudibles, suspiro:

“¡Enrique… Enrique…!”

Desde que salieron de sus respectivos domicilios en ciudad de México se palpaba el contrastante ambiente: en uno fiesta, jolgorio, vitoreado por la ciudadanía, a bordo de su austero Jetta blanco; en el otro, era metáfora de cortejo fúnebre, acompañado de lujosas camionetas negras último modelo. Blindada donde él viajaba.

Plañideras involuntarias, algunas vecinas, lo despidieron. Él lanzó un fugaz besó con la mano derecha adosada a los labios.

Antes de trasladarse a San Lázaro, ante un puñado de reporteros, Peña cortó de tajo con la política con voz lastimera. No era la cantarina, triunfal, de los seis años previos, cuando clamaba aplausos.

Declaró lacónico:

 “Por ahora y como lo he dicho públicamente en otra ocasión, me retiro a la vida privada y no deseo tener ya participación alguna en la vida política del país. Tener tiempo para poder pensar y meditar, y reinventarme”.

Algo similar diría al final de la ceremonia en San Lázaro.

En el sótano, después de haber salido por la puerta lateral del salón de plenos de la Cámara de Diputados, Peña respondió emocionado a una puñado de legisladores priístas que, a trompicones, lo acompañaron hasta el final de su martirio para despedirlo:

“Gracias por su lealtad…”

Seguido por diputadas y diputados priístas, caminó al sótano de San Lázaro. En el estacionamiento se le rindieron sus correligionarios, los últimos beneficiarios de su gobierno que ahora ocupan lugares en el Congreso.

“¡Aquí nos quedamos a defender lo que hiciste, presidente!», gritaban diputadas.

¡Usted se quedará aquí siempre! ¡Te queremos presidente!”, añadieron.

Emocionado, Peña reviró:

“¡A todos, muchas gracias! ¡Gracias por la gran solidaridad con su amigo!”

En esos últimos momentos, los priístas estallaron en una porra futbolera, digna de los Ratones Verdes, conocidos como Tri:

“¡A la bio, a la bao, a la bim bom ba, presidente Peña, presidente Peña! ¡Ra, ra, ra!”

Del síndrome de Miss Universo al Dr. Jaykell y Mr Hyde.